En la segunda mitad del siglo XX, la identidad estadounidense, asentada en un imaginario que remitía en su origen al arquetipo de los padres fundadores y encumbraba los valores del hombre blanco de clase media, experimenta una resignificación sin precedentes, con la llegada de los movimientos sociales de los años sesenta y setenta, que comienzan a reivindicar todas aquellas identidades subalternas que quedaban excluidas de esta categorización racial, de género y clase, condenándolas a la desigualdad y el aislamiento social y político.