En el ajetreo de las ciudades, el tiempo de espera del transporte público se convierte en una detención forzosa: son tan solo unos minutos escurridos del día, repudiados por triviales, que rara vez adquieren el derecho a instalarse en el recuerdo. Y sin embargo, ese tiempo fugaz es capaz de desestabilizarnos mientras existe, obligándonos a afrontar el vacío del medio camino con completos desconocidos o con nuestra propia soledad.